mis labios van a verterla, tomadla cuidadosamente para vos, que tanto habéis
amado el firmamento, los
verdes prados y el aire puro. Conozco una tierra de delicias, un paraíso
ignorado, un rincón del mundo en el
que solo, libre, desconocido, entre bosques, flores y aguas bullidoras, olvidaréis
todas las miserias de que la
locura humana, tentadora de Dios, os ha hablado hace poco. Escuchadme, príncipe
mío, y atended, que no
me burlo. Mi alma me tengo, monseñor, y leo en las profundidades de la
vuestra. No os tomaré incompleto
para arrojaros en el crisol de mi voluntad, de mi capricho, o de mi ambición.
O todo o nada. Estáis atrope-
llado, enfermo, casi muerto por el exceso de aire que habéis respirado
durante la hora que hace gozáis de
libertad; y es ésta, para mí, señal evidente de que querréis
continuar respirando con tal ansia. Limitémonos,
pues, a una vida más humilde, más adecuada a nuestras fuerzas.
A Dios pongo por testigo de que quiero
que surja vuestra felicidad de la prueba en que os he puesto.
--Explicaos, --exclamó el príncipe con viveza que dio que pensar
a Aramis.
--En el Bajo Poitú conozco yo una comarca, --prosiguió el prelado,
--de la que no hay en Francia quien
sospeche que exista. Ocupa dicha comarca una extensión de veinte leguas...
Es inmensa, ¿no es verdad?
Veinte leguas, monseñor, cubiertas de agua, hierbas y juncales, y con
islas pobladas de bosques. Aquellos
grandes y profundos pantanos cuajados de cañaverales, duermen en silencio
bajo la sonrisa del sol. Algunas
familias de pescadores los cruzan perezosamente con sus grandes barcas de álamos
y abedules, de suelo
cubierto con una alfombra de cañas y techo labrado de entretejidos y
resistentes juncos. Aquellas barcas,
aquellas casas flotantes, van... adonde las lleva el viento. Si tocan la orilla,
es por acaso, y tan blandamente,
que el choque no despierta al pescador, si está dormido. Si premeditadamente
llega a la orilla, es que ha
visto largas bandadas de rascones o de avefrías, de gansos o de pluviales,
de cercetas o de becazas, de los
que hace presa con el armadijo o con el plomo del mosquete. Las plateadas alosas,
las descomunales angui-
las, los lucios nerviosos, las percas rosadas y cenicientas caen en incontable
número en las redes del pesca-
dor, que escoge las piezas mejores y suelta las demás. Allí no
han sentado nunca la planta soldado ni ciuda-
dano alguno; allí el sol benigno; allí hay trozos de terreno que
producen la vid y alimentan con generoso
jugo los hermosos racimos de uvas negras o blancas. Todas las semanas una barca
va a buscar, en la tahona
común, el pan caliente y amarillento cuyo olor atrae y acaricia desde
lejos. Allí viviréis como un hombre de
la antigüedad. Señor poderoso de vuestros perros de aguas, de vuestros
sedaes, de vuestras escopetas y de
vuestra hermosa casa de cañas, viviréis allí en la opulencia
de la caza, en la plenitud de la seguridad, así
pasaréis los años, al cabo de los cuales, desconocido, transformado,
habréis obligado a Dios a que os depare
un nuevo destino. En este talego hay mil doblones, monseñor; esto es
más de lo que se necesita para com-
prar todo el pantano de que os he hablado, para vivir en él más
años que no días alentaréis, para ser el más
rico, libre y dichoso de la comarca. Aceptad el dinero con la misma sinceridad,
con el mismo gozo con que
os lo ofrezco, y sin más dilaciones vamos a desenganchar dos de los cuatro
caballos de la carroza; el mudo,
mi servidor, os conducirá, andando de noche y durmiendo de día,
hasta aquella tierra, y a lo menos me ca-
brá así la satisfacción de haber hecho por mi príncipe
lo que por su voluntad mi príncipe habrá escogido.
Habré labrado la felicidad de un hombre, lo cual me premiará Dios
con más creces que no si convirtiera a
ese hombre en poderoso; y cuenta que lo primero es imponderablemente más
difícil. ¿Qué respondéis,
monseñor? Aquí está el dinero... No titubeéis. El
único peligro que corréis en el Poitú es el de tomar las
fiebres; pero aun en este caso contaréis con los curanderos de allí,
que al saber vuestro dinero vendrán a
curaros. De jugar la otra partida, la que sabéis, corréis el riesgo
de que os asesinen en un trono u os estran-
gulen en una cárcel. En verdad os digo, monseñor, que ahora que
he explorado los dos caminos, no titubea-
ría.
--Caballero, --repuso el príncipe, --dejadme que, antes de resolver,
me baje de la carroza, ande un po-
co, y consulte la voz con que Dios hace hablar a la naturaleza libre. Dentro
d diez minutos os contestaré.
--Hágase como decís, --dijo Herblay inclinándose, --dijo
Herblay inclinándose con respeto, tan augusta
y solemne había sido la voz del príncipe al decir sus últimas
palabras.
CORONA Y TIARA
Aramis se apeó para tener la portezuela al príncipe, el cual se
estremeció de los pies a la cabeza al sentar
la planta en el césped, y dio una vuelta alrededor de la carroza con
paso torpe y casi tambaleándose, como
si no estuviese acostumbrado a caminar por la tierra de los hombres.
Eran las once de la noche del 15 de agosto; gruesas nubes, presagio de tormenta,